“La coronavirus party”
Hace unos días publiqué un artículo en el Diari Menorca sobre el riesgo que tienen los niños de ingresar en el hospital por la COVID-19; me refería a una encuesta de salud de base poblacional americana, la Associated Hospitalization Surveillance Network (COVID-NET sobre los niños menores de 18 años hospitalizados por este virus, en 14 estados de EEUU; en concreto sobre 576 niños, y publicado en el Morb Mortal Wkly Rep (MMWR ). Se concluía lo conocido, que la hospitalización por este motivo en niños menores de 18 años es de solo 8 por 100.000 personas (hay estudios que comparan estos porcentajes con los ingresos por la gripe), siendo mayor en niños menores de 2 años (24,8) y menor entre los niños entre 5-17 años (6,4). Un tercio de los que ingresaron, acabó en Cuidados Intensivos (UCI), porcentaje similar a los adultos. Sin embargo, solo 5,8% necesitó ventilación mecánica (lo que indica que hubo mucha menos insuficiencia respiratoria que los adultos), y solo un niño falleció (tenía en este caso enfermedades subyacentes previas).
Estos datos de evolución clínica hacen difícil explicar a los padres el por qué de los aislamientos y de las medidas tomadas en las escuelas en estas edades; máxime que se les haga razonar y que se obligue como una medida para evitar el contagio de los niños a las personas adultas; que como se sabe tienen más riesgo de infectarse y de tener una evolución anómala (ingresos en EEUU de 164,5 casos por 100.000 habitantes), e incluso con riesgo de fallecer.
Y es que sin este condicionante, al modo de otras epidemias infantiles como la varicela antes de disponer de la vacuna actual, el sistema de los “chicken pox party”, que en versión española era, “vete a dormir con tu hermano a ver si lo coges” (con la idea de fomentar el contagio en edades tempranas a fin de evitar padecer esta enfermedad en la edad adulta, cuando es mucho más grave); tal vez se hubiera podido considerar como una alternativa.
Sin embargo, el riesgo de contagio a los adultos (padres y abuelos) con mayor riesgo de complicación e incluso fallecimiento hubiera obligado a cuarentenas y controles tras estas situaciones de contagios controlados. Algo parecido (contagio+aislamiento) se hubiera podido proponer a los jóvenes, asumiendo el pequeño riesgo, como un método controlado de “inmunidad grupal”, si se pudiera podido certificar que la inmunidad será duradera y/o que éstos no se volverán a contagiar (ambos aspectos aún en discusión).
Y es que la vacuna de la varicela es paradigmática de nuestra sociedad pusilánime que busca remedios para los más remotos riesgos, no tolerando ningún tipo de peligro, por pequeños que sea, y menos con los niños. Es la cuadratura del círculo de intentar ganar la guerra sin bajas, si es que esto es posible con la COVID-19.
De ahí que lo políticamente correcto en este ambiente de terror es esperar que la identificación de los contagiados, rastreo de los contactos y el aislamiento de estos, den sus frutos, en espera de la solución final en forma de vacuna. Algo posible en sociedades cerradas y de comportamientos totalitarios como China.
En sociedades abiertas, libres, esto es mucho más complicado, pues las predicciones matemáticas actuales nos plantean objetivos de un control del 90% de los contactos rastreados en reproducciones (número de infecciones secundarias generadas por cada nueva infección) del 3,5 por cada contagiado (lo habitual), lo que es dificil de alcanzar. Y todo ello en marcado en un mundo globalizado en el que los resultados de salud al final no solo dependerán de lo que hagamos si no de lo que hagan los demás, fuera de nuestras fronteras.
Lástima que no existan más modelos reales con los que compararse que los de la inmunidad grupal surgida a partir de la impotencia de países con pocos recursos para controlar la epidemia, con su correlato de fallecimientos al no poder proteger a los individuos de mayor riego.
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